domingo, 21 de agosto de 2011

Calles del Ayer: Hoy Calle ESMERALDA, Ayer "CALLE DE LAS RAMADAS"




Cuando surgió al trajín, con sus casas de quincha que había en la ciudad, en las noches, sus chiribitiles ocultaban sombras siniestras de poncho y cuchillo. Pero su cercanía a la plaza del basural, (Mercado Central) la hizo la arteria del pobrerío sosegado, que nada quería con la justicia.
Llegaba hasta allí, huraña y oblicua, continuando el antiguo límite de la capital que empezaba en la calle de los TRES MONTES.
La callejuela, con sus barrizales en el invierno y sus nubes de polvo en el verano, parecía la prolongación del cascajal del Río por su aspecto sucio y desamparado. A la vera del camino, hombres del pueblo dormían su borrachera, con los velludos pechos al sol, y otros en pequeños grupos, jugaban a los naipes y tabas, mientras los chiquillos disputaban las clavadas de los trompos, riñendo porque estaba “cebito” o porque estaba “cucarro”.

Algunas mujeres, en las puertas de los ranchos soltaban sus moños de trueno para asolear las matas negras de cabellos, como los ricos hacían con su plata en los pellones. La vida íntima salía a la calle en los tendidos de ropa blanca y en las cocinerias de los braseros. Las comadres terminaban sus grescas disparando pedruscos a los chanchos invasores. Más tarde, los vecinos aprovecharon su proximidad a la Plazuela de Santo Domingo para adquirir el pescado de primera mano, y establecer ventorrillos de fritangas, que fueron muy favorecidos por los abasteros y comerciantes del centro.

La Juana Carrión, a fin de atraer a su puesto mayor numero de parroquianos, hizo a su hija cantar en la guitarra tiernas y maliciosas tonadas para “entretener el oído”. La vecina, viendo el éxito, la imitó y lo mismo la del frente, la de mas allá, hasta que, al poco tiempo, la calle entera se animo de cantos y rasgueos y tubo asiduos clientes en los viejos verdes y mozalbetes, quienes, al concertarse para ir a una sandunga, no decían vamos a las chinganas sino “vamos a las ramadas”, de donde vino el origen del nombre.

Años después ensanchose la calle en su centro y formó una plazuela que se rodeo de pintorescas casas, y vino a servir de estación al Puente de Palo de la Recoleta. La principal de esas casas clavo su pilar de piedra en la esquina norponiente, y al abrir en las tardes sus caladas celosías de madera, dejo aire al perfume de sus flores y cielo al canto de sus pájaros.

Frente a la plazuela, se levanto un barracon en el que se efectuaron, en el año 1818, las primeras representaciones de comedia en Santiago, siendo empresario don Domingo Arteaga. Era este un corral que tenia en el fondo un tablado cubierto de telas de saco y llamado por el publico “Espejo de la vida”.
Estas funciones dieron mucha animación a la plazuela por el gentío que acudía a sus tendales y mesones, instalados para el expendio, en los entreactos, de bebidas y dulces.

Los vecinos copetudos llegaban al teatro precedidos de sus criados negros que cargaban en hombros las silletas y cojines, para colocarlos en “los cuartos”, o sea, en los espacios desde donde seguirían el curso de la comedia.
El pueblo quedaba atrás, en la cazuela, y se disponía a recoger, con supersticiosa gravedad, en cada palabra del actor la sentencia que haría luz en su entendimiento al señalar el castigo que habría de caer sobre el criado mentiroso, el amigo fingido y el despensero ladrón.
Tampoco faltaba entre los protagonistas un gobernador que se descuidaba del buen gobierno de su republica, ni un padre sin carácter para refrenar la libertad de sus hijos.
A pesar de ser estas representaciones ejemplares, un libro que enseñaba a bien vivir, apenas la función terminaba la gente se iba a las ramadas a empezar la noche de los danzantes, en la que caballeros y campesinos sacaban chispas al zapateo de punta y taco.

En los primeros días septembrinos de 1830 un vientecillo juguetón infla las alas azules de la capa de don Diego Portales, y el popular Ministro inaugura en la casa esquina una “Filarmónica”, en remedo al salón de baile, del mismo nombre, situado en la calle de Santo Domingo, en el que se reunía la mejor sociedad de la capital. Don Diego gustaba tañer en el arpa la zamacueca, lo que hacia con primor, y muy rara vez. Solo en medio de sus íntimos azuzaba el genio con los recuerdos de una saturnal de malambo, y se ponía a danzar el baile indígena, aprendido en Lima.
Los domingos, que era el día preferido de don Diego, la “Filarmónica” de las Ramadas ostentaba en su frontis la luminaria de fiesta, y la calle se llenaba con los rumores del arpa y la vihuela. Las convidadas eran niñas alegres, pero no de mala vida, fervorosas del rosario y de la zamba a un mismo tiempo; los convidados, sus correligionarios de la tertulia política y algunos jóvenes oficiales del Cuerpo de Vigilantes.
Don Diego era el alma de esas reuniones nocturnas, donde hablaba con vehemencia de los sucesos políticos, y con extrema veleidad pasaba de los impulsos de una violenta cólera a una alegría casi infantil.
En una de estas veladas, un amigo le insto a que dejase “SU incomprensible desinterés” y derrocara al General Prieto.
Portales se encogió de hombros ante la insinuación y con sonrisa burlona respondió:
-iQuè! ¿Quiere usted que yo cambie la Presidencia por una zamacueca?

La “Filarmónica” derramaba por su balcón volado torrentes de música y de palmoteos que se perdían en la callejuela obscura. La tonada salía de allí viva en asuntos de amor, y como la chispa del cuento infantil, antes de apagarse, suplicaba que le aplicasen de nuevo una pajita para encenderse mas.

Así, al tañer de la guitarra, se repetía el aire con distinta letra y la melodía brotaba henchida de sollozos, como un canto de desesperanzas o llena de estremecimientos voluptuosos, que luego la calle recogía para hacerla pulsación de su sentimiento. Al amanecer se veía escotero de las murallas a un embozado, de rara belleza varonil, que dejaba entrever por el sombrero de castor una nariz que parecía huronear la media luz gozosa y virginal.

Don Diego Portales era el principal subscriptor de la “Filarmónica” y costeaba sus gastos con tres onzas mensuales. Las buenas mozas le apreciaban por ser el mas vivo y chistoso mantenedor de los picholeos, aunque poco bebía y en rara ocasión bailaba.

La calle cuidò la ascendencia ilustre en los años posteriores, y sus casas fueron alegres y misteriosas a la vez, españolas y moras, con balcones salientes y corridos, como la del edil don Antonio Vidal, en el eriazo, frente a la plazuela donde estuvo el primer teatro de comedia.
Había ojos que atisbaban por las celosías o el criollo “mucharabied”. Había menestras y vinos dulces en las puertas de esquina. En los portalones enroñados, jaulas de pájaros cantores y escaleras clandestinas. En la tertulia, ponche “con malicia” ‘y matecito dorado de las monjas.

Las continuas visitas que los cadetes de la Escuela Militar del año 1900 hacían a “las Copuchas”, aquellas niñas buenas y condescendientes, cuyos redondos y frescos cachetes tanto celebraran, mantuvieron todavía por algún tiempo el aire galante de las plumas y entorchados.

Portales había sido el primero en llevar allí a oír tonadas olorosas a campo y soledad a los jóvenes oficiales cívicos de su gobierno dictatorial. Las parrandas en esos ranchos le hacían amar la guitarra del país, las buenas voces que vibraban el quejido amoroso con intima ternura, durante noches enteras.
El nombre actual de la calle recuerda la gloriosa corbeta ESMERALDA en la que Arturo Prat se inmolara.

De su pasado colonial solo queda la casa esquina de la “Filarmónica”, cuyo balcón volado avanza sobre la calle y se sostiene arrogante en el pilar de piedra. Hay una sombra misteriosa que la protege de las acechanzas de la barreta demoledora. Las rejas de sus ventanas son de la antigua forja vizcaína, colocadas allí, como piezas de museo, para dar la sugestión del ambiente. Una de ellas pertenecía al típico balconete desde el cual el Corregidor Zañartu vigilaba la construcción del Puente de Cal y Canto.

En el frente, que da a la plazuela, donde añora una auténtica pila el romance ido, esta el escudo del linaje, labrado en piedra, de aquel hombre singular.

La “Filarmónica” de Portales es hoy la “Posada del Corregidor”.
Aunque ninguna relación tiene su nombre con el célebre justicia mayor de la ciudad, ese bautismo ha servido para recordarlo en la urbe arrolladora, vinculándolo a la plazuela donde, más de una vez, hizo un alto con los celadores de su ronda. Bajo el rustico artesonado, cuando arden los velones de la cena, cobra la posada el prestigio de los antiguos mesones castellanos. Es la “peña” de los poetas y pintores, que sonríen del pasado y deshumanizan el alma de las cosas. En el claroscuro, lindas mujeres, de siluetas estilizadas, lloran sutilmente la ausencia del romance.
Y cuando el arte menos se entiende en la noche tibia y fragante, la risa irónica de don Diego Portales estalla en el rasgueo de las guitarras criollas con la auténtica gracia del viejo Chile de “las Ramadas”.

A los que en algún momento se encuentren cercanos a la calle “Esmeralda” por favor entreguen un minuto de su tiempo y deleiten su vista con esa hermosa “Filarmónica “ que aun se mantiene en pie y sientan la energía anacrónica que todavìa irradia este pequeño espacio de nuestro SANTIAGO QUERIDO…


Fuente bibliográfica SANTIAGO CALLES VIEJAS, de Sady Zañartu.

Calles del Ayer: Hoy Calle BANDERA, Ayer "CALLE DE LA BANDERA"


El antiguo cabildante don Pedro Chacon y Morales era uno de esos honorables comerciantes perseguidos en el régimen pasado y que clamaban por el advenimiento de un mundo mejor, en el que hubiesen
menos alcabalas y almojarifazgos, y mas libertad de comercio con el extranjero.

Su tienda, situada en esta calle, esquina con la de los Huérfanos, estaba atestada de ruanes, bretafias, hilos de oro y plata, creas, choletas, zangaletas y una infinidad de artículos de procedencia francesa
que, por la pobreza general, nadie compraba.

El nuevo estado de cosas prometía una vida nacional mas activa y con menos trabas que el régimen fenecido; pero don Pedro solo veía pasar las horas tras el mesón de la tienda, amodorrado y triste. Las antiguas
parroquianas godas (españolas), que gastaban calesa en su puerta, habían desaparecido, y las nuevas parroquianas patriotas querían que les dieran las cosas de balde.

Al atardecer salía a la puerta a inquirir noticias de la situación con las personas conocidas que pasaban por el frente:
-¿Como marchan los pedidos, mi señor don Pedro?
-¿Como? ¿como? -respondía, sorprendido con la pregunta-. Muy mal, muy mal. Nadie compra. Ni un peso chivateado entra en el cajón.
-¿Y- que piensa?
-i Que así no se hace Patria! óigalo bien. Así no se hace Patria! Hay que comprar, mi señor. Hay que hacer sonar la plata, sacarla de los
chivos donde està enterrada, y que tintinee como las espuelas, y que corra! que vuelva otra vez la confianza. . Contimas tengo entre cejas
una gran idea, que con el favor de Dios ...
Y nadie le sacaba a don Pedro una palabra más. Con su cara bonachona y despreocupada, inducía a los transeúntes a esperar la gran idea salvadora, que cada día abultaba su cuerpazo, metido en una camisa con
valonillas muy ajadas.

¿Cuál seria la gran idea de don Pedro para mejorar los tiempos?, se preguntaban sus amigos unos a otros. Y se les figuraba verlo en las Cajas de Ministro de Hacienda.

-iVaya! Al fin será el hombre que el país necesita. Prudente y Patriota. Por ejemplo, ahora en su tienda no fía a nadie un centavo de las mercaderías que guarda en la bodega.
Don Pedro con su gran idea, que aun no salía a luz, era ya un monumento.
En la calle atravesada de la Compañia la vida continuaba siempre igual, y solo la campanita angustiosa de las Capuchinas irrumpía en el silencio de medianoche, clamando a los devotos de su Niño Dios por una
limosna.

Don Pedro, durante su paseo matinal hasta las barandas del Puente (Puente de Calicanto),
iba y volvía por la misma calle. Entraba a orar en la iglesia de las Capuchinas, que se levantaba en la esquina poniente de las Rosas. En la plazoleta destartalada, en un rincón de malvaviscos, se veía en una-urna
de madera la escultura del Señor atado a la columna. Sacaba el comerciante de la faltriquera un velón de sebo que colocaba en el farol que pendía de su techo y lo encendía piadoso. Luego, se acercaba a la puerta
del monasterio, depositaba un puñado de moneditas en la alcancía, santigûabase y seguía su camino en dirección a la tienda. Al atravesar la calle de la Catedral, se detenía en la imagen que escuda sus puertas
traseras, y, frente a la hornacina del Cristo exangüe, se arrodillaba otra vez a suplicar con corazón de hidalgo. Los labios repetían los versos grabados en la piedra:

Tú que pasas, mírame',
cuenta si puedes mis llagas.
¡Ay!!, hijo, que' mal me pagas
la sangre que derrame'.

Instalado otra vez en el mesón de su tienda, misia Conchita, su mujer, le llevaba un tazón de chocolate con mucha espuma.

La vida de don Pedro no suponía otros contratiempos que la falta de clientela. Sin embargo, ¿que comerciante verdadero en esas largas esperas no medita un negocio para salir del cacho? En el fondo de la bodega tenía varias partidas de género de lanilla azul, blanco y encarnado, que importara de la Península para las fiestas de carnestolendas, y don Pedro esperaba el momento de sacarles mejor precio. Era necesario recuperar lo perdido, porque sin vender no se hacia Patria, y alli estaba esa preciosa
Mercadería que podría servir para la confección de la nueva bandera nacional. Leia, en un número atrasado de la Gaceta, que ya había “acuerdo en el Supremo Gobierno sobre un sello y pabellón especial que
abatía los leones y castillos de España”. Pero ¿cual iba a ser su diseño? Don Pedro andaba en busca de aquel secreto de Estado. Había un desconcierto en la confección de la bandera, pues cada vecino la hacia a
su gusto y modo en la distribución de los colores de las franjas, y en los cuarteles que mejor les acomodaban ponían el sol de mayo o la estrella de Chile.

Se recordaba que la bandera de la Patria Vieja, ideada por los Carrera, tenia tres franjas horizontales: azul, blanco y amarillo, y que la bandera, llamada de transición, que se enarboló después del triunfo de Chacabuco, cambio el color amarillo por el rojo.
“Así se hace Patria -meditaba don Pedro, restregándose las manos-. Ni una pieza de genero encarnado queda en la ciudad, por mas que se le busque con cabo de vela. Y, por lo que me dijo mi amigo Zenteno, este color va a predominar sobre el amarillo. ¡Como el pañuelo de la Panchita al bailar la zamba resbalosa!”

El año 1818 se juro al fin la nueva bandera nacional con fiestas en las que participaron los quince gremios de artesanos de la ciudad y la maestranza, compuestos de quinientos ochenta hombres, los que representaron
danzas y pantomimas, vestidos con variedad de formas, pero con uniformidad para guardar consonancia con el pabellón. Había gorros rojos, camisas blancas y pantalones de mezclilla azul, casi toda la existencia
de la tienda de don Pedro, realizada en pequeñas partidas.

AI año siguiente se le quiso dar mayor magnitud al aniversario de la gloriosa revolución de Chile, pero hubo que enfrentarse a un problema inesperado: la capital no tenia banderas, pues la penuria de las arcas fiscales había hecho imposible la importación de lanillas para su confección.

Las banderas del Estado no pasaban de seis, y con ellas andaban el Ejercito del Sur y los Libertadores del Perú. Se tuvo entonces que pedir prestadas a1 Gobernador de Valparaíso, por orden del Ministro de Guerra, dos banderas de las mejores que allí hubiera para que se enarbolasen con tiempo en la Plaza de Armas, y asegurar que serian devueltas el mismo día, después de la función.

Aquí fue donde empezó a actuar el ingenio de don Pedro Chacòn.

Algunos días pasados, antes que el sol saliese, abrió su tienda, sobre cuyo portón, donde estuvo el labrado escudo de piedra, coloco un asta de largas dimensiones. Y, cuando los rayos solares asomaban en los picachos andinos, hizo una gran bandera nacional, como no la tenia el Gobierno ni ningún ciudadano de los contornos. El pabellón, con la fuerte brisa mañanera, se despleg6 en airoso batir, y aparecieron laminados de
polvillo de oro el azul turquí, el lacre punzo de la China y el raso blanco de las novias.

La Bandera atrajo la curiosidad de los vecinos, quienes se apilaron, frente a la tienda, a contemplar aquel nuevo espécimen, donde brillaba una estrella de pura plata, como bordada con el hilo de los mantos de vírgenes.
Así, con el ir y venir de las gentes, empezó a cobrar vida y movimiento el comercio de la calle, protegido con el flamear constante del sagrado emblema. Nuevos propietarios de tiendas y pulperías se avecindaron en torno, tentados por la prosperidad del negocio de don Pedro, a quien su situación llevo a ocupar el cargo de diputado.

La superstición le hizo mantener por varios años, en su asta improvisada, la ya desteñida bandera del año 1819, y las damas favorecidas con la adquisición de las ricas telas, a1 ser interpeladas por el lugar de su procedencia, respondían: “La compré en la Bandera, hijita”. Y así, el nombre se extendió primero a las inmediaciones de la tienda y más tarde a toda la calle, que conserva desde esos años su apelativo de “calle de la Bandera”


Detalles y consulta histórica: del libro "Santiago Calles Viejas", por Sady Zañartu.