El antiguo cabildante don Pedro Chacon y Morales era uno de esos honorables comerciantes perseguidos en el régimen pasado y que clamaban por el advenimiento de un mundo mejor, en el que hubiesen
menos alcabalas y almojarifazgos, y mas libertad de comercio con el extranjero.
Su tienda, situada en esta calle, esquina con la de los Huérfanos, estaba atestada de ruanes, bretafias, hilos de oro y plata, creas, choletas, zangaletas y una infinidad de artículos de procedencia francesa
que, por la pobreza general, nadie compraba.
El nuevo estado de cosas prometía una vida nacional mas activa y con menos trabas que el régimen fenecido; pero don Pedro solo veía pasar las horas tras el mesón de la tienda, amodorrado y triste. Las antiguas
parroquianas godas (españolas), que gastaban calesa en su puerta, habían desaparecido, y las nuevas parroquianas patriotas querían que les dieran las cosas de balde.
Al atardecer salía a la puerta a inquirir noticias de la situación con las personas conocidas que pasaban por el frente:
-¿Como marchan los pedidos, mi señor don Pedro?
-¿Como? ¿como? -respondía, sorprendido con la pregunta-. Muy mal, muy mal. Nadie compra. Ni un peso chivateado entra en el cajón.
-¿Y- que piensa?
-i Que así no se hace Patria! óigalo bien. Así no se hace Patria! Hay que comprar, mi señor. Hay que hacer sonar la plata, sacarla de los
chivos donde està enterrada, y que tintinee como las espuelas, y que corra! que vuelva otra vez la confianza. . Contimas tengo entre cejas
una gran idea, que con el favor de Dios ...
Y nadie le sacaba a don Pedro una palabra más. Con su cara bonachona y despreocupada, inducía a los transeúntes a esperar la gran idea salvadora, que cada día abultaba su cuerpazo, metido en una camisa con
valonillas muy ajadas.
¿Cuál seria la gran idea de don Pedro para mejorar los tiempos?, se preguntaban sus amigos unos a otros. Y se les figuraba verlo en las Cajas de Ministro de Hacienda.
-iVaya! Al fin será el hombre que el país necesita. Prudente y Patriota. Por ejemplo, ahora en su tienda no fía a nadie un centavo de las mercaderías que guarda en la bodega.
Don Pedro con su gran idea, que aun no salía a luz, era ya un monumento.
En la calle atravesada de la Compañia la vida continuaba siempre igual, y solo la campanita angustiosa de las Capuchinas irrumpía en el silencio de medianoche, clamando a los devotos de su Niño Dios por una
limosna.
Don Pedro, durante su paseo matinal hasta las barandas del Puente (Puente de Calicanto),
iba y volvía por la misma calle. Entraba a orar en la iglesia de las Capuchinas, que se levantaba en la esquina poniente de las Rosas. En la plazoleta destartalada, en un rincón de malvaviscos, se veía en una-urna
de madera la escultura del Señor atado a la columna. Sacaba el comerciante de la faltriquera un velón de sebo que colocaba en el farol que pendía de su techo y lo encendía piadoso. Luego, se acercaba a la puerta
del monasterio, depositaba un puñado de moneditas en la alcancía, santigûabase y seguía su camino en dirección a la tienda. Al atravesar la calle de la Catedral, se detenía en la imagen que escuda sus puertas
traseras, y, frente a la hornacina del Cristo exangüe, se arrodillaba otra vez a suplicar con corazón de hidalgo. Los labios repetían los versos grabados en la piedra:
Tú que pasas, mírame',
cuenta si puedes mis llagas.
¡Ay!!, hijo, que' mal me pagas
la sangre que derrame'.
Instalado otra vez en el mesón de su tienda, misia Conchita, su mujer, le llevaba un tazón de chocolate con mucha espuma.
La vida de don Pedro no suponía otros contratiempos que la falta de clientela. Sin embargo, ¿que comerciante verdadero en esas largas esperas no medita un negocio para salir del cacho? En el fondo de la bodega tenía varias partidas de género de lanilla azul, blanco y encarnado, que importara de la Península para las fiestas de carnestolendas, y don Pedro esperaba el momento de sacarles mejor precio. Era necesario recuperar lo perdido, porque sin vender no se hacia Patria, y alli estaba esa preciosa
Mercadería que podría servir para la confección de la nueva bandera nacional. Leia, en un número atrasado de la Gaceta, que ya había “acuerdo en el Supremo Gobierno sobre un sello y pabellón especial que
abatía los leones y castillos de España”. Pero ¿cual iba a ser su diseño? Don Pedro andaba en busca de aquel secreto de Estado. Había un desconcierto en la confección de la bandera, pues cada vecino la hacia a
su gusto y modo en la distribución de los colores de las franjas, y en los cuarteles que mejor les acomodaban ponían el sol de mayo o la estrella de Chile.
Se recordaba que la bandera de la Patria Vieja, ideada por los Carrera, tenia tres franjas horizontales: azul, blanco y amarillo, y que la bandera, llamada de transición, que se enarboló después del triunfo de Chacabuco, cambio el color amarillo por el rojo.
“Así se hace Patria -meditaba don Pedro, restregándose las manos-. Ni una pieza de genero encarnado queda en la ciudad, por mas que se le busque con cabo de vela. Y, por lo que me dijo mi amigo Zenteno, este color va a predominar sobre el amarillo. ¡Como el pañuelo de la Panchita al bailar la zamba resbalosa!”
El año 1818 se juro al fin la nueva bandera nacional con fiestas en las que participaron los quince gremios de artesanos de la ciudad y la maestranza, compuestos de quinientos ochenta hombres, los que representaron
danzas y pantomimas, vestidos con variedad de formas, pero con uniformidad para guardar consonancia con el pabellón. Había gorros rojos, camisas blancas y pantalones de mezclilla azul, casi toda la existencia
de la tienda de don Pedro, realizada en pequeñas partidas.
AI año siguiente se le quiso dar mayor magnitud al aniversario de la gloriosa revolución de Chile, pero hubo que enfrentarse a un problema inesperado: la capital no tenia banderas, pues la penuria de las arcas fiscales había hecho imposible la importación de lanillas para su confección.
Las banderas del Estado no pasaban de seis, y con ellas andaban el Ejercito del Sur y los Libertadores del Perú. Se tuvo entonces que pedir prestadas a1 Gobernador de Valparaíso, por orden del Ministro de Guerra, dos banderas de las mejores que allí hubiera para que se enarbolasen con tiempo en la Plaza de Armas, y asegurar que serian devueltas el mismo día, después de la función.
Aquí fue donde empezó a actuar el ingenio de don Pedro Chacòn.
Algunos días pasados, antes que el sol saliese, abrió su tienda, sobre cuyo portón, donde estuvo el labrado escudo de piedra, coloco un asta de largas dimensiones. Y, cuando los rayos solares asomaban en los picachos andinos, hizo una gran bandera nacional, como no la tenia el Gobierno ni ningún ciudadano de los contornos. El pabellón, con la fuerte brisa mañanera, se despleg6 en airoso batir, y aparecieron laminados de
polvillo de oro el azul turquí, el lacre punzo de la China y el raso blanco de las novias.
La Bandera atrajo la curiosidad de los vecinos, quienes se apilaron, frente a la tienda, a contemplar aquel nuevo espécimen, donde brillaba una estrella de pura plata, como bordada con el hilo de los mantos de vírgenes.
Así, con el ir y venir de las gentes, empezó a cobrar vida y movimiento el comercio de la calle, protegido con el flamear constante del sagrado emblema. Nuevos propietarios de tiendas y pulperías se avecindaron en torno, tentados por la prosperidad del negocio de don Pedro, a quien su situación llevo a ocupar el cargo de diputado.
La superstición le hizo mantener por varios años, en su asta improvisada, la ya desteñida bandera del año 1819, y las damas favorecidas con la adquisición de las ricas telas, a1 ser interpeladas por el lugar de su procedencia, respondían: “La compré en la Bandera, hijita”. Y así, el nombre se extendió primero a las inmediaciones de la tienda y más tarde a toda la calle, que conserva desde esos años su apelativo de “calle de la Bandera”
Detalles y consulta histórica: del libro "Santiago Calles Viejas", por Sady Zañartu.
menos alcabalas y almojarifazgos, y mas libertad de comercio con el extranjero.
Su tienda, situada en esta calle, esquina con la de los Huérfanos, estaba atestada de ruanes, bretafias, hilos de oro y plata, creas, choletas, zangaletas y una infinidad de artículos de procedencia francesa
que, por la pobreza general, nadie compraba.
El nuevo estado de cosas prometía una vida nacional mas activa y con menos trabas que el régimen fenecido; pero don Pedro solo veía pasar las horas tras el mesón de la tienda, amodorrado y triste. Las antiguas
parroquianas godas (españolas), que gastaban calesa en su puerta, habían desaparecido, y las nuevas parroquianas patriotas querían que les dieran las cosas de balde.
Al atardecer salía a la puerta a inquirir noticias de la situación con las personas conocidas que pasaban por el frente:
-¿Como marchan los pedidos, mi señor don Pedro?
-¿Como? ¿como? -respondía, sorprendido con la pregunta-. Muy mal, muy mal. Nadie compra. Ni un peso chivateado entra en el cajón.
-¿Y- que piensa?
-i Que así no se hace Patria! óigalo bien. Así no se hace Patria! Hay que comprar, mi señor. Hay que hacer sonar la plata, sacarla de los
chivos donde està enterrada, y que tintinee como las espuelas, y que corra! que vuelva otra vez la confianza. . Contimas tengo entre cejas
una gran idea, que con el favor de Dios ...
Y nadie le sacaba a don Pedro una palabra más. Con su cara bonachona y despreocupada, inducía a los transeúntes a esperar la gran idea salvadora, que cada día abultaba su cuerpazo, metido en una camisa con
valonillas muy ajadas.
¿Cuál seria la gran idea de don Pedro para mejorar los tiempos?, se preguntaban sus amigos unos a otros. Y se les figuraba verlo en las Cajas de Ministro de Hacienda.
-iVaya! Al fin será el hombre que el país necesita. Prudente y Patriota. Por ejemplo, ahora en su tienda no fía a nadie un centavo de las mercaderías que guarda en la bodega.
Don Pedro con su gran idea, que aun no salía a luz, era ya un monumento.
En la calle atravesada de la Compañia la vida continuaba siempre igual, y solo la campanita angustiosa de las Capuchinas irrumpía en el silencio de medianoche, clamando a los devotos de su Niño Dios por una
limosna.
Don Pedro, durante su paseo matinal hasta las barandas del Puente (Puente de Calicanto),
iba y volvía por la misma calle. Entraba a orar en la iglesia de las Capuchinas, que se levantaba en la esquina poniente de las Rosas. En la plazoleta destartalada, en un rincón de malvaviscos, se veía en una-urna
de madera la escultura del Señor atado a la columna. Sacaba el comerciante de la faltriquera un velón de sebo que colocaba en el farol que pendía de su techo y lo encendía piadoso. Luego, se acercaba a la puerta
del monasterio, depositaba un puñado de moneditas en la alcancía, santigûabase y seguía su camino en dirección a la tienda. Al atravesar la calle de la Catedral, se detenía en la imagen que escuda sus puertas
traseras, y, frente a la hornacina del Cristo exangüe, se arrodillaba otra vez a suplicar con corazón de hidalgo. Los labios repetían los versos grabados en la piedra:
Tú que pasas, mírame',
cuenta si puedes mis llagas.
¡Ay!!, hijo, que' mal me pagas
la sangre que derrame'.
Instalado otra vez en el mesón de su tienda, misia Conchita, su mujer, le llevaba un tazón de chocolate con mucha espuma.
La vida de don Pedro no suponía otros contratiempos que la falta de clientela. Sin embargo, ¿que comerciante verdadero en esas largas esperas no medita un negocio para salir del cacho? En el fondo de la bodega tenía varias partidas de género de lanilla azul, blanco y encarnado, que importara de la Península para las fiestas de carnestolendas, y don Pedro esperaba el momento de sacarles mejor precio. Era necesario recuperar lo perdido, porque sin vender no se hacia Patria, y alli estaba esa preciosa
Mercadería que podría servir para la confección de la nueva bandera nacional. Leia, en un número atrasado de la Gaceta, que ya había “acuerdo en el Supremo Gobierno sobre un sello y pabellón especial que
abatía los leones y castillos de España”. Pero ¿cual iba a ser su diseño? Don Pedro andaba en busca de aquel secreto de Estado. Había un desconcierto en la confección de la bandera, pues cada vecino la hacia a
su gusto y modo en la distribución de los colores de las franjas, y en los cuarteles que mejor les acomodaban ponían el sol de mayo o la estrella de Chile.
Se recordaba que la bandera de la Patria Vieja, ideada por los Carrera, tenia tres franjas horizontales: azul, blanco y amarillo, y que la bandera, llamada de transición, que se enarboló después del triunfo de Chacabuco, cambio el color amarillo por el rojo.
“Así se hace Patria -meditaba don Pedro, restregándose las manos-. Ni una pieza de genero encarnado queda en la ciudad, por mas que se le busque con cabo de vela. Y, por lo que me dijo mi amigo Zenteno, este color va a predominar sobre el amarillo. ¡Como el pañuelo de la Panchita al bailar la zamba resbalosa!”
El año 1818 se juro al fin la nueva bandera nacional con fiestas en las que participaron los quince gremios de artesanos de la ciudad y la maestranza, compuestos de quinientos ochenta hombres, los que representaron
danzas y pantomimas, vestidos con variedad de formas, pero con uniformidad para guardar consonancia con el pabellón. Había gorros rojos, camisas blancas y pantalones de mezclilla azul, casi toda la existencia
de la tienda de don Pedro, realizada en pequeñas partidas.
AI año siguiente se le quiso dar mayor magnitud al aniversario de la gloriosa revolución de Chile, pero hubo que enfrentarse a un problema inesperado: la capital no tenia banderas, pues la penuria de las arcas fiscales había hecho imposible la importación de lanillas para su confección.
Las banderas del Estado no pasaban de seis, y con ellas andaban el Ejercito del Sur y los Libertadores del Perú. Se tuvo entonces que pedir prestadas a1 Gobernador de Valparaíso, por orden del Ministro de Guerra, dos banderas de las mejores que allí hubiera para que se enarbolasen con tiempo en la Plaza de Armas, y asegurar que serian devueltas el mismo día, después de la función.
Aquí fue donde empezó a actuar el ingenio de don Pedro Chacòn.
Algunos días pasados, antes que el sol saliese, abrió su tienda, sobre cuyo portón, donde estuvo el labrado escudo de piedra, coloco un asta de largas dimensiones. Y, cuando los rayos solares asomaban en los picachos andinos, hizo una gran bandera nacional, como no la tenia el Gobierno ni ningún ciudadano de los contornos. El pabellón, con la fuerte brisa mañanera, se despleg6 en airoso batir, y aparecieron laminados de
polvillo de oro el azul turquí, el lacre punzo de la China y el raso blanco de las novias.
La Bandera atrajo la curiosidad de los vecinos, quienes se apilaron, frente a la tienda, a contemplar aquel nuevo espécimen, donde brillaba una estrella de pura plata, como bordada con el hilo de los mantos de vírgenes.
Así, con el ir y venir de las gentes, empezó a cobrar vida y movimiento el comercio de la calle, protegido con el flamear constante del sagrado emblema. Nuevos propietarios de tiendas y pulperías se avecindaron en torno, tentados por la prosperidad del negocio de don Pedro, a quien su situación llevo a ocupar el cargo de diputado.
La superstición le hizo mantener por varios años, en su asta improvisada, la ya desteñida bandera del año 1819, y las damas favorecidas con la adquisición de las ricas telas, a1 ser interpeladas por el lugar de su procedencia, respondían: “La compré en la Bandera, hijita”. Y así, el nombre se extendió primero a las inmediaciones de la tienda y más tarde a toda la calle, que conserva desde esos años su apelativo de “calle de la Bandera”
Detalles y consulta histórica: del libro "Santiago Calles Viejas", por Sady Zañartu.
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