Cuando surgió al trajín, con sus casas de quincha que había en la ciudad, en las noches, sus chiribitiles ocultaban sombras siniestras de poncho y cuchillo. Pero su cercanía a la plaza del basural, (Mercado Central) la hizo la arteria del pobrerío sosegado, que nada quería con la justicia.
Llegaba hasta allí, huraña y oblicua, continuando el antiguo límite de la capital que empezaba en la calle de los TRES MONTES.
La callejuela, con sus barrizales en el invierno y sus nubes de polvo en el verano, parecía la prolongación del cascajal del Río por su aspecto sucio y desamparado. A la vera del camino, hombres del pueblo dormían su borrachera, con los velludos pechos al sol, y otros en pequeños grupos, jugaban a los naipes y tabas, mientras los chiquillos disputaban las clavadas de los trompos, riñendo porque estaba “cebito” o porque estaba “cucarro”.
Algunas mujeres, en las puertas de los ranchos soltaban sus moños de trueno para asolear las matas negras de cabellos, como los ricos hacían con su plata en los pellones. La vida íntima salía a la calle en los tendidos de ropa blanca y en las cocinerias de los braseros. Las comadres terminaban sus grescas disparando pedruscos a los chanchos invasores. Más tarde, los vecinos aprovecharon su proximidad a la Plazuela de Santo Domingo para adquirir el pescado de primera mano, y establecer ventorrillos de fritangas, que fueron muy favorecidos por los abasteros y comerciantes del centro.
La Juana Carrión, a fin de atraer a su puesto mayor numero de parroquianos, hizo a su hija cantar en la guitarra tiernas y maliciosas tonadas para “entretener el oído”. La vecina, viendo el éxito, la imitó y lo mismo la del frente, la de mas allá, hasta que, al poco tiempo, la calle entera se animo de cantos y rasgueos y tubo asiduos clientes en los viejos verdes y mozalbetes, quienes, al concertarse para ir a una sandunga, no decían vamos a las chinganas sino “vamos a las ramadas”, de donde vino el origen del nombre.
Años después ensanchose la calle en su centro y formó una plazuela que se rodeo de pintorescas casas, y vino a servir de estación al Puente de Palo de la Recoleta. La principal de esas casas clavo su pilar de piedra en la esquina norponiente, y al abrir en las tardes sus caladas celosías de madera, dejo aire al perfume de sus flores y cielo al canto de sus pájaros.
Frente a la plazuela, se levanto un barracon en el que se efectuaron, en el año 1818, las primeras representaciones de comedia en Santiago, siendo empresario don Domingo Arteaga. Era este un corral que tenia en el fondo un tablado cubierto de telas de saco y llamado por el publico “Espejo de la vida”.
Estas funciones dieron mucha animación a la plazuela por el gentío que acudía a sus tendales y mesones, instalados para el expendio, en los entreactos, de bebidas y dulces.
Los vecinos copetudos llegaban al teatro precedidos de sus criados negros que cargaban en hombros las silletas y cojines, para colocarlos en “los cuartos”, o sea, en los espacios desde donde seguirían el curso de la comedia.
El pueblo quedaba atrás, en la cazuela, y se disponía a recoger, con supersticiosa gravedad, en cada palabra del actor la sentencia que haría luz en su entendimiento al señalar el castigo que habría de caer sobre el criado mentiroso, el amigo fingido y el despensero ladrón.
Tampoco faltaba entre los protagonistas un gobernador que se descuidaba del buen gobierno de su republica, ni un padre sin carácter para refrenar la libertad de sus hijos.
A pesar de ser estas representaciones ejemplares, un libro que enseñaba a bien vivir, apenas la función terminaba la gente se iba a las ramadas a empezar la noche de los danzantes, en la que caballeros y campesinos sacaban chispas al zapateo de punta y taco.
En los primeros días septembrinos de 1830 un vientecillo juguetón infla las alas azules de la capa de don Diego Portales, y el popular Ministro inaugura en la casa esquina una “Filarmónica”, en remedo al salón de baile, del mismo nombre, situado en la calle de Santo Domingo, en el que se reunía la mejor sociedad de la capital. Don Diego gustaba tañer en el arpa la zamacueca, lo que hacia con primor, y muy rara vez. Solo en medio de sus íntimos azuzaba el genio con los recuerdos de una saturnal de malambo, y se ponía a danzar el baile indígena, aprendido en Lima.
Los domingos, que era el día preferido de don Diego, la “Filarmónica” de las Ramadas ostentaba en su frontis la luminaria de fiesta, y la calle se llenaba con los rumores del arpa y la vihuela. Las convidadas eran niñas alegres, pero no de mala vida, fervorosas del rosario y de la zamba a un mismo tiempo; los convidados, sus correligionarios de la tertulia política y algunos jóvenes oficiales del Cuerpo de Vigilantes.
Don Diego era el alma de esas reuniones nocturnas, donde hablaba con vehemencia de los sucesos políticos, y con extrema veleidad pasaba de los impulsos de una violenta cólera a una alegría casi infantil.
En una de estas veladas, un amigo le insto a que dejase “SU incomprensible desinterés” y derrocara al General Prieto.
Portales se encogió de hombros ante la insinuación y con sonrisa burlona respondió:
-iQuè! ¿Quiere usted que yo cambie la Presidencia por una zamacueca?
La “Filarmónica” derramaba por su balcón volado torrentes de música y de palmoteos que se perdían en la callejuela obscura. La tonada salía de allí viva en asuntos de amor, y como la chispa del cuento infantil, antes de apagarse, suplicaba que le aplicasen de nuevo una pajita para encenderse mas.
Así, al tañer de la guitarra, se repetía el aire con distinta letra y la melodía brotaba henchida de sollozos, como un canto de desesperanzas o llena de estremecimientos voluptuosos, que luego la calle recogía para hacerla pulsación de su sentimiento. Al amanecer se veía escotero de las murallas a un embozado, de rara belleza varonil, que dejaba entrever por el sombrero de castor una nariz que parecía huronear la media luz gozosa y virginal.
Don Diego Portales era el principal subscriptor de la “Filarmónica” y costeaba sus gastos con tres onzas mensuales. Las buenas mozas le apreciaban por ser el mas vivo y chistoso mantenedor de los picholeos, aunque poco bebía y en rara ocasión bailaba.
La calle cuidò la ascendencia ilustre en los años posteriores, y sus casas fueron alegres y misteriosas a la vez, españolas y moras, con balcones salientes y corridos, como la del edil don Antonio Vidal, en el eriazo, frente a la plazuela donde estuvo el primer teatro de comedia.
Había ojos que atisbaban por las celosías o el criollo “mucharabied”. Había menestras y vinos dulces en las puertas de esquina. En los portalones enroñados, jaulas de pájaros cantores y escaleras clandestinas. En la tertulia, ponche “con malicia” ‘y matecito dorado de las monjas.
Las continuas visitas que los cadetes de la Escuela Militar del año 1900 hacían a “las Copuchas”, aquellas niñas buenas y condescendientes, cuyos redondos y frescos cachetes tanto celebraran, mantuvieron todavía por algún tiempo el aire galante de las plumas y entorchados.
Portales había sido el primero en llevar allí a oír tonadas olorosas a campo y soledad a los jóvenes oficiales cívicos de su gobierno dictatorial. Las parrandas en esos ranchos le hacían amar la guitarra del país, las buenas voces que vibraban el quejido amoroso con intima ternura, durante noches enteras.
El nombre actual de la calle recuerda la gloriosa corbeta ESMERALDA en la que Arturo Prat se inmolara.
De su pasado colonial solo queda la casa esquina de la “Filarmónica”, cuyo balcón volado avanza sobre la calle y se sostiene arrogante en el pilar de piedra. Hay una sombra misteriosa que la protege de las acechanzas de la barreta demoledora. Las rejas de sus ventanas son de la antigua forja vizcaína, colocadas allí, como piezas de museo, para dar la sugestión del ambiente. Una de ellas pertenecía al típico balconete desde el cual el Corregidor Zañartu vigilaba la construcción del Puente de Cal y Canto.
En el frente, que da a la plazuela, donde añora una auténtica pila el romance ido, esta el escudo del linaje, labrado en piedra, de aquel hombre singular.
La “Filarmónica” de Portales es hoy la “Posada del Corregidor”.
Aunque ninguna relación tiene su nombre con el célebre justicia mayor de la ciudad, ese bautismo ha servido para recordarlo en la urbe arrolladora, vinculándolo a la plazuela donde, más de una vez, hizo un alto con los celadores de su ronda. Bajo el rustico artesonado, cuando arden los velones de la cena, cobra la posada el prestigio de los antiguos mesones castellanos. Es la “peña” de los poetas y pintores, que sonríen del pasado y deshumanizan el alma de las cosas. En el claroscuro, lindas mujeres, de siluetas estilizadas, lloran sutilmente la ausencia del romance.
Y cuando el arte menos se entiende en la noche tibia y fragante, la risa irónica de don Diego Portales estalla en el rasgueo de las guitarras criollas con la auténtica gracia del viejo Chile de “las Ramadas”.
A los que en algún momento se encuentren cercanos a la calle “Esmeralda” por favor entreguen un minuto de su tiempo y deleiten su vista con esa hermosa “Filarmónica “ que aun se mantiene en pie y sientan la energía anacrónica que todavìa irradia este pequeño espacio de nuestro SANTIAGO QUERIDO…